21 - Ilión

Podría contarles cómo es hacer el amor con Helena de Troya. Pero no lo haré. Y no porque hacerlo no sería nada caballeroso por mi parte. Los detalles no forman parte de mi historia. Pero puedo decir sinceramente que si la vengativa musa o la enloquecida Afrodita me hubieran encontrado un momento después de que Helena y yo hubiéramos terminado nuestro primer encuentro amoroso, digamos, un minuto después de que nos separáramos en las sábanas humedecidas de sudor para recuperar el aliento y sentir la fresca brisa que se adelantaba a la tormenta, y si la musa y la diosa hubieran irrumpido y me hubieran matado entonces... puedo decirles sin miedo a equivocarme que la breve segunda vida de Thomas Hockenberry habría sido feliz. Y al menos habría terminado en un punto álgido.

Un minuto después de ese instante de perfección, la mujer apretaba una daga contra mi vientre.

—¿Quién eres? —exigió saber Helena.

—Soy tu... —empecé a decir, y me detuve. Algo en los ojos de Helena me hizo abortar mi mentira de que era Paris antes de poder vocalizaría.

—Si dices que eres mi nuevo marido, tendré que hundirte esta hoja en las entrañas —dijo tranquilamente—. Si eres un dios eso no debería importar. Pero si no lo eres...

—No lo soy —conseguí decir. La punta del cuchillo estaba ya casi sacando sangre de la piel sobre mi vientre. ¿De donde ha salido este cuchillo? ¿Estaba entre los cojines mientras hacíamos el amor?

—Si no eres un dios, ¿cómo has tomado la forma de Paris?

Advertí que ésta era Helena de Troya (la hija mortal de Zeus), una mujer que vivía en un universo donde dioses y diosas tenían constantemente sexo con los mortales; un mundo donde los cambiaformas, divinos y no divinos, caminaban entre los simples humanos; un mundo donde el concepto de causa y efecto tenía significados completamente diferentes.

—Los dioses me concedieron la habilidad para morfe... para cambiar de aspecto.

—¿Quién eres? —preguntó ella—-. ¿Qué eres?

No parecía enfadada, ni siquiera especialmente sorprendida. Su voz era tranquila, sus hermosos rasgos no estaban distorsionados por el temor ni por la furia. Pero la hoja presionaba firmemente contra mi vientre. La mujer quería una respuesta.

—Me llamo Thomas Hockenberry —dije—. Soy uno de los escólicos.

Sabía que nada de esto tendría sentido para ella. Mi nombre me sonaba raro incluso a mí, duro entre las inflexiones más suaves del antiguo lenguaje.

—Tho-mas Hock-en-beee-rry —silabeó ella—. Parece persa.

—No —dije yo—. Es holandés, alemán e irlandés, en realidad.

Vi que Helena fruncía el ceño y comprendí que mis palabras no sólo no tenían sentido para ella, sino que parecían las de un loco.

—Ponte una túnica —dijo—. Hablaremos en la terraza.

El gran dormitorio de Helena tenía terrazas a ambos lados, una que daba al patio y la otra al sureste, sobre la ciudad. Mi arnés de levitación y el resto de mi equipo (a excepción del medallón TC y el brazalete morfeador que había llevado a la cama) estaban ocultos tras la cortina de la terraza del patio. Helena me condujo a la otra. Los dos vestíamos finas túnicas. Helena mantuvo el cuchillo corto y afilado en la mano mientras nos deteníamos en la balaustrada, a la luz reflejada de la ciudad y los ocasionales relámpagos de la tormenta.

—¿Eres un dios? —preguntó ella.

Estuve a punto de responder que sí: habría sido la forma más sencilla de convencerla para que apartara el cuchillo de mi vientre, pero sentí la súbita, inexplicable y abrumadora necesidad de decir la verdad para variar.

—No. No soy un dios.

Ella asintió.

—Lo sabía. Te habría destripado como a un pez sí me hubieras mentido en eso —sonrió torvamente—. No haces el amor como un dios.

Bien, pensé yo, pero no había respuesta para eso.

—¿Cómo es que puedes tomar la forma y el aspecto de París?

—Los dioses me han dado la habilidad para hacerlo —dije yo.

—¿Por qué? —La punta de la hoja de la daga estaba sólo a unos centímetros de mi piel desnuda bajo la túnica.

Me encogí de hombros, pero entonces advertí que ese gesto no era utilizado por los antiguos.

—Me concedieron esta habilidad para sus propios fines. Los sirvo. Observo la batalla y les paso informes. Es práctico que yo pueda tomar la forma de... otros hombres.

Helena no pareció sorprendida por esto.

—¿Dónde está mi amante troyano? ¿Qué has hecho con el auténtico Paris?

—Está bien —dije—. Cuando abandone su aspecto, regresará a lo que estaba haciendo cuando me morfeé... cuando tomé su forma.

—¿Dónde estará? —preguntó Helena.

La pregunta me pareció un poco extraña.

—Dondequiera que hubiese estado si yo no hubiera tomado prestada su forma —dije por fin—. Creo que acababa de abandonar la ciudad para unirse a Héctor para la lucha de mañana.

En realidad, cuando yo abandone la forma de París, éste estará exactamente donde habría estado si hubiera continuado con lo suyo mientras yo usurpaba su identidad: durmiendo en una tienda, tal vez, o en medio de la batalla, o tirándose a una de las esclavas en el campamento de Héctor. Pero era demasiado difícil explicárselo a Helena. No me pareció que le apeteciera un discurso sobre las funciones de ondas de probabilidad y la simultaneidad temporal cuántica. Yo no podía explicar por qué ni Paris ni los que lo rodeaban advertirían ni recordarían su ausencia, ni como Paris recordaría acciones que habría llevado a cabo si yo no hubiera interrumpido el colapso de ondas de probabilidad de esa línea temporal. La continuidad cuántica se restablecería en cuanto yo cancelara la función mórfica.

Mierda, yo mismo no comprendía nada de todo aquello.

—Abandona su forma —ordenó Helena—, Muéstrame tu auténtico aspecto.

—Mi señora, yo... —empecé a protestar, pero su mano se movió velozmente, la hoja cortó seda y piel, y sentí la sangre correrme por el abdomen.

Mostrándole que mi mano derecha iba a moverse muy muy despacio, activé las funciones brillantes y toqué el icono del brazalete morfeador.

Fui de nuevo Thomas Hockenberry: más bajo, más delgado, encorvado, con mi mirada levemente miope y el pelo escaso.

Helena parpadeó una vez y manejó rápidamente la daga, más rápidamente de lo que nadie podría. Oí el corte y el rasgado. Pero no fueron los músculos de mi estómago los que abrió, sino el nudo de la túnica y la seda misma.

—No te muevas —susurró. Helena de Troya me abrió la túnica, usando la mano libre para hacerla resbalar por mis hombros.

Permanecí desnudo y pálido ante aquella mujer formidable. Si un diccionario necesitara alguna vez una definición perfecta de «patético», con una fotografía de este momento sería suficiente.

—Puedes volver a ponerte la túnica —dijo ella al cabo de un instante.

Me la volví a poner. El cinturón estaba roto, así que la sujeté con la mano. Ella parecía meditabunda. Permanecimos varios minutos allí, en la terraza, en silencio. Aunque era tarde, las torres de Ilión brillaban a la luz de las antorchas. Los puestos de vigilancia resplandecían en los, torreones de las distantes murallas. Al sur, más allá de las Puertas Esceas, ardían las piras de cadáveres. Al suroeste, los relámpagos destellaban entre las altas nubes de tormenta. No había ninguna estrella visible y el aire olía a la lluvia que llegaba desde el monte Ida.

—¿Cómo has sabido que no era Paris? —pregunté por fin.

Helena parpadeó para salir de su ensimismamiento y me dirigió una sonrisita.

—Una mujer puede olvidar el color de los ojos de su amante, el tono de su voz, incluso los detalles de su sonrisa o su aspecto, pero no puede olvidar cómo folla su marido.

Ahora me tocó a mí el turno de parpadear sorprendido, y no sólo por la forma vulgar de hablar de Helena. Homero había loado literalmente el aspecto de Paris, comparándolo con un «garañón al trote» cuando describió la prisa de París por reunirse con Héctor ante la ciudad, esa misma noche, seguro en su veloz carrera... la cabeza hacia atrás, la cabellera ondeando sobre sus hombros, seguro y esbelto en su gloria. Paris estaba, como habían dicho los adolescentes de mi vida anterior, cañón. Mientras estuve en la cama de Helena había poseído el cabello ondulado de Paris, su cuerpo bronceado por el sol, su vientre liso, sus músculos ungidos, su...

—Tu pene es más grande —dijo Helena.

Parpadeé de nuevo. Dos veces. Ella no empleó la palabra «pene», naturalmente (el latín no era todavía una lengua), y la palabra griega que eligió era más parecida a «polla». Pero eso no tenía sentido. Mientras hacíamos el amor, yo tenía el pene de Paris...

—No, no ha sido por eso que me he dado cuenta de que no eras mi amante —dijo Helena. Parecía estar leyéndome la mente—. Es sólo un comentario.

—Entonces cómo...

—Sí —dijo Helena—. Lo he sabido por cómo te has acostado conmigo Hock-en-beee-rry.

No supe qué responder, y no podría haber hablado claramente si hubiera tenido algo que decir.

Helena volvió a sonreír.

—Paris me poseyó por primera vez no en Esparta, donde me ganó, ni en Ilión, adonde me trajo, sino en la pequeña isla de Cránae, en el camino hacia aquí.

No había ninguna isla con el nombre de Cránae que yo conociera, y puesto que la palabra solamente significa «rocoso» en griego antiguo, supuse que Paris había interrumpido su viaje para desembarcar en una isla pequeña, rocosa y sin nombre para montárselo con Helena sin la vigilante presencia de la tripulación de su barco. Lo cual significaba que Paris era... impaciente, igual que tú, Hockenberry, dijo la vocecita de algo que se parecía bastante a mi consciencia. Demasiado tarde ya para conciencias.

—Me ha poseído, y yo a él, cientos de veces desde entonces —dijo Helena en voz baja—, pero nunca como esta noche. Nunca como esta noche.

Me sentí lleno de confusión y de orgullo. ¿Era esto bueno? ¿Era un cumplido? No, un momento... era absurdo. Homero describe a Paris como un ser casi divino por su belleza y encanto físicos, como un gran amante, irresistible para mujeres y diosas por igual, lo cual tenía que significar que Helena sólo quería decir...

continuó, interrumpiendo mis confusos sentimientos— tú has sido... fervoroso.

Fervoroso. Me apreté con más fuerza la túnica y miré hacia la inminente tormenta para ocultar mi embarazo. Fervoroso.

—Sincero —dijo ella—. Muy sincero.

Si no se callaba pronto y dejaba de buscar sinónimos de patético le arrebataría la daga y me cortaría la garganta.

¿Te enviaron los dioses? Preguntó.

Pensé otra vez en mentirle. Desde luego, ni siquiera aquella férrea mujer mataría a alguien que estuviera cumpliendo una misión para los dioses. Pero una vez más decidí no mentir. Helena de Troya parecía casi telépata. Y decir la verdad para variar me pareció bien.

—No —dije—. No me envió nadie.

—¿Viniste aquí sólo porque querías acostarte conmigo?

Bueno, al menos no había vuelto a usar la palabra con «f».

—Sí —dije—. Quiero decir, no. —Ella me miró. En algún lugar de la ciudad, un hombre se rió con fuerza, luego una mujer hizo lo mismo. Ilión no dormía nunca—. Quiero decir... me sentía solo. Llevo toda la guerra solo, sin nadie con quien hablar, nadie a quien acariciar...

—A mí me acariciaste bastante —dijo Helena.

No supe si su tono era de sarcasmo o de acusación.

—Sí.

—¿Estás casado, Hock-en-beee-rry?

—Sí. No.

Volví a negar con la cabeza. A Helena debí parecerle un completo idiota.

—Creo que estuve casado —dije—, pero si es así, mi esposa está muerta.

—¿Crees que estuviste casado?

—-Los dioses me llevaron al monte Olimpo a través del tiempo y el espacio —-dije, sabiendo que ella no lo entendería, pero sin que me preocupara—. Creo que morí en mi otra vida, y que de algún modo ellos me recuperaron. Pero no me devolvieron toda mi memoria. Las imágenes de mi vida real, de mi antigua vida, vienen y van... como sueños.

—Comprendo —dijo Helena. Advertí por su tono que, de algún modo, sorprendentemente, lo hacía.

—¿Hay algún dios o diosa en concreto a quien sirvas, Hock-en-beee-rry?

—Informo a una de las musas, pero ayer mismo me enteré de que Afrodita controla mi destino.

Helena alzó la cabeza, sorprendida.

—Y también ha controlado el mío —dijo en voz baja—. Ayer mismo, cuando la diosa salvó a Paris de la furia de Menelao y lo trajo aquí, a nuestra cama, Afrodita me ordenó que fuera con él. Cuando protesté, se enfureció y amenazó con convertirme en el blanco de la ira de troyanos y aqueos.

La diosa del amor.

—La diosa de la lujuria —dijo Helena—. Y yo sé mucho de lujuria, Hock-en-beee-rry.

Una vez más, no supe qué decir.

—Mi madre fue Leda, a quien llamaban «la hija de la noche» —dijo ella con desenfado—, y Zeus acudió a ella y se la folló mientras tomaba la forma de un cisne... un cisne enorme y caliente. Había un mural en mi casa que representaba a mis dos hermanos mayores y un altar a Zeus y a mí, en forma de huevo, esperando salir del cascarón.

No pude evitarlo: solté una carcajada. Entonces los músculos de mi estómago se tensaron, esperando que la hoja de la daga los atravesara.

En cambio, Helena sonrió.

Si sé de secuestros y de ser peón de los dioses. Hock-en-beee-rry.

—Sí. Cuando Paris fue a Esparta...

—No —interrumpió Helena—. Cuando yo tenía once años, Hock-en-beee-rry, fui secuestrada en el templo de Artemisa Ortia por Teseo, el que unificó las ciudades del Ática en la ciudad de Atenas. Teseo me dejó embarazada: le di una hija, Ifigenia, a quien no pude tratar con amor y que entregué a Clitemnestra para que la criara con su marido, Agamenón, como si fuera suya. Mis hermanos me rescataron de este matrimonio y me llevaron a Esparta. Entonces, Teseo se marchó con Hércules a hacer la guerra a las amazonas, se entretuvo invadiendo el infierno, casándose con una guerrera amazona y explorando el Laberinto del minotauro en Creta.

La cabeza me daba vueltas. Todos y cada uno de estos griegos y troyanos tenían una historia y tenían que contarla a la primera oportunidad. ¿Pero qué tenía esto que ver con...?

—Entiendo de lujuria, Hock-en-beee-rry —dijo Helena—. El gran rey Menelao me reclamó como esposa, aunque a ese tipo de hombres les encantan las vírgenes porque aman su linaje más que a la vida, aunque yo era un bien manchado en un mundo de hombres que aman tanto a sus vírgenes. Y luego Paris, impulsado por Afrodita, vino a secuestrarme de nuevo, para traerme a Troya y convertirme en su... trofeo.

Helena detuvo el recital y pareció estudiarme. No se me ocurrió nada que decir. Había un pozo sin fondo de amargura bajo sus frías e irónicas palabras. No, no era amargura, advertí al mirarla a los ojos: tristeza. Una terrible, cansada tristeza.

—Hock-en-beee-rry —continuó Helena—. ¿Crees que soy la mujer más hermosa del mundo? ¿Has venido a secuestrarme?

—No, no he venido a secuestrarte. No tengo ningún sitio a donde llevarte. Mis propios días están contados por la ira de los dioses: he traicionado a mi musa y a su jefa, Afrodita, y cuando Afrodita cure de las heridas que le causó ayer Diomedes, me borrará de la faz de la tierra tan seguro como que estamos aquí.

—¿Sí? —dijo Helena.

—Sí.

—Ven a la cama... Hock-en-beee-rry.

Me despierto a la luz gris previa del amanecer, después de haber dormido sólo unas pocas horas después de nuestros dos últimos encuentros amorosos, pero sintiéndome perfectamente descansado. Estoy de espaldas a Helena, pero sé que ella está también despierta en esta gran cama de columnas talladas.

—¿Hock-en-beee-rry?

—¿?

—¿Cómo sirves a Afrodita y los otros dioses?

Pienso en eso un momento y luego me doy la vuelta. La mujer más hermosa del mundo está tendida a la tenue luz, apoyada en un codo. Su pelo largo y oscuro, revuelto por nuestro encuentro, cae sobre su hombro y su brazo desnudos, mientras sus ojos, con las pupilas dilatadas y oscuras, se clavan en los míos.

—¿A qué te refieres? —pregunto, aunque creo saberlo.

—¿Por qué te trajeron los dioses a través del tiempo y el espacio, como tú dices, para servirlos? ¿Qué sabes tú que ellos necesiten?

Cierro los ojos un momento. ¿Cómo puedo explicárselo? Si le respondo con sinceridad será una locura. Pero como admití antes, ya estoy harto de mentir.

—Sé algo sobre la guerra que se está librando —respondo—. Sé algunos de los acontecimientos que sucederán... que podrían suceder.

—¿Sirves a un oráculo?

—No.

—¿Eres entonces augur? ¿Un sacerdote a quien alguno de los dioses le ha dado esa visión?

—No.

—Entonces no lo comprendo —dice Helena.

Me agito, me siento en la cama; coloco los cojines para estar más cómodo. Todavía está oscuro, pero un pájaro empieza a cantar en el patio.

—-En el lugar de donde vine —susurro—, hay un canto, un poema, sobre esta guerra. Se llama la Ilíada. Hasta ahora, los acontecimientos de la guerra se parecen a los que allí se cantan.

—Hablas de este asedio y de esta guerra como si ya fuera un relato antiguo en la tierra de donde eres —-dice Helena—. Como si todo esto hubiera ocurrido ya.

No se lo admitas. Sería una locura.

—Sí —digo—. Ésa es la verdad.

—Eres uno de los Hados —dice.

—No. Sólo soy un hombre.

Helena sonríe con picardía. Toca el valle entre sus pechos donde yo he llegado al clímax hace apenas unas horas.

—Eso ya lo sé, Hock-en-beee-rry.

Me ruborizo, me froto las mejillas y noto la barba. Nada de afeitarse esta mañana en los barracones de los escólicos. ¿Para qué molestarse? Sólo te quedan horas de vida.

—¿Responderás a mis preguntas sobre el futuro? —pregunta, en voz terriblemente baja.

Sería una locura hacerlo.

—En realidad no conozco vuestro futuro —digo, sinceramente—. Sólo los detalles de ese poema, y ha habido muchas discrepancias entre él y los acontecimientos reales...

—¿Responderás a mis preguntas sobre el futuro? —posa su mano en mi pecho.

Sí —digo.

—¿Está condenada Ilión? —La voz de Helena es firme, calmada, suave.

—Sí.

—¿Será tomada por la fuerza o por la astucia?

Por el amor de Dios, no puedo decirle eso, pienso.

—Por la astucia —digo.

Helena sonríe.

—Odiseo —murmura.

Yo no digo nada. Me digo que, si no le doy ningún detalle, estas revelaciones no afectarán a los hechos.

—¿Morirá París antes de que caiga Troya? —pregunta ella.

—Sí.

—¿A manos de Aquiles?

¡Nada de detalles!, clama mi consciencia.

—No —-digo. Al carajo.

—¿Y el noble Héctor?

—Muerte —digo, sintiéndome como una especie de juez sádico.

—¿A manos de Aquiles?

—Sí.

—¿Y Aquiles? ¿Volverá vivo de esta guerra?

—No.

Su destino estará sellado en cuanto mate a Héctor, y lo sabe, lo sabe por una profecía que ha llevado consigo como un cáncer durante años. ¿Una vida larga o la gloria? Homero dijo que ésa fue... es... será la decisión que debe tomar. Pero, según la profecía, sólo será conocido como hombre, no como el semidiós en el que se convertirá si mata a Héctor en combate. Pero tiene una opción. ¡El futuro no está decidido!

—¿Y el rey Príamo?

—Muerte —digo, con un ronco susurro. Asesinado en su propio palacio, en su templo privado en honor a Zeus. Será hecho pedazos como un ternero sacrificado a los dioses.

—¿Y el hijo pequeño de Héctor, Escamandrio, a quien el pueblo llama Astianacte?

—Muerte —digo. Cierro los ojos ante la imagen de Pirro arrojando al niño desde la muralla.

—¿Y Andrómaca, la esposa de Héctor? —susurra Helena.

—Esclavizada —digo. Y Helena continúa con esta letanía de preguntas, estoy seguro de que me volveré loco. No importaba desde la distancia, desde la mirada desinteresada de observador de un escólico. Pero ahora estoy hablando de gente a la que he visto y conocido... y con la que me he acostado. Me sorprendo que Helena no haya preguntado por su propio destino. Tal vez no lo haga nunca.

—¿Y yo moriré en Ilión? —pregunta, la voz todavía calma.

—No.

—¿Pero me encontrará Menelao?

—Sí.

Me siento como uno de esos muñecos de feria que te decían la fortuna, tan populares en mi infancia. ¿Por qué no le respondo como lo harían ellos? Sería más parecido al Oráculo de Delfos: El futuro es vaporoso. O: Pregunta otra vez. ¿Estoy alardeando ante esta mujer?

Ya es demasiado tarde.

—¿Menelao me encuentra pero no me mata? ¿Sobrevivo a su cólera?

—Sí.

Recuerdo el relato de Odiseo en la Odisea. Menelao encuentra a Helena escondida en las habitaciones de Deífobo, en el gran palacio real, cerca del altar de Paladión, y el marido cornudo se abalanza hacia ella, la espada desnuda, con la intención de matar a la hermosa mujer. Helena descubrirá su pecho a su marido, como invitando a descargar el golpe, como deseándolo... y entonces Menelao dejará caer la espada y la besará. No está claro si Deífobo, uno de los hijos de Príamo, morirá a manos de Menelao antes o después de esto...

—¿Pero me lleva de vuelta a Esparta? —susurra Helena—. Paris muerto, Héctor muerto, todos los grandes guerreros de Ilión muertos o pasados por la espada, todas las grandes mujeres de Troya muertas o arrastradas a la esclavitud, la ciudad incendiada, su muralla derribada y sus torres destruidas, la tierra cubierta de sal para que nada vuelva a crecer jamás... ¿y yo viviré y Menelao me llevará de vuelta a Esparta?

—Algo así —digo yo, advirtiendo lo absurdo que parece.

Helena se levanta de la cama y camina desnuda hasta la terraza que da al patio. Durante un minuto olvido mi papel de Casandra y me quedo embobado contemplando el cabello oscuro que le cae por la espalda, sus perfectos glúteos y sus piernas fuertes. Permanece desnuda en la balustrada, sin volverse hacia mí, y dice:

—¿Y qué hay de ti, Hock-en-beee-rry? ¿Te han dicho los Hados tu propio destino a través de ese poema suyo?

—No —confieso—. No soy lo bastante importante para aparecer en el poema. Pero estoy bastante seguro de que moriré hoy.

Ella se vuelve. Espero que Helena esté llorando después de lo que le he contado (si es que me cree), pero sonríe levemente.

—¿Sólo «bastante seguro»?

—Sí.

—¿Morirás a causa de la cólera de Afrodita?

—Si.

—He sentido esa cólera, Hock-en-beee-rry. Si se le antoja matarte, lo hará.

Bueno, eso si que es dar ánimos. Callo durante un rato. Desde la terraza abierta llega un rumor.

—¿Qué es eso? —pregunto.

—Las mujeres de Troya siguen suplicando a Atenea piedad y protección divina, cantan y hacen sacrificios en su templo, como ordenó Héctor —dice Helena. Se da de nuevo la vuelta y contempla el patio interior, como si intentara encontrar al solitario pájaro que canta.

Demasiado tarde para la piedad de Atenea, pienso. Entonces, sin pensarlo, digo:

—Afrodita quiere que mate a Atenea. Me ha dado el Casco de Hades y otras herramientas para que pueda hacerlo.

Helena vuelve la cabeza e incluso a la tenue luz percibo su expresión de sorpresa, su palidez. Es como si finalmente hubiera reaccionado a mi terrible oráculo. Desnuda, regresa y se sienta al borde de la cama, donde yo estoy apoyado en un codo.

—¿Matar a Atenea, has dicho? —susurra, la voz más baja que nunca.

Asiento.

—¿Se puede entonces matar a los dioses? —pregunta Helena, la voz tan baja que apenas consigo oírla desde un palmo de distancia.

—Creo que se puede —digo—. Ayer mismo, oí a Zeus decirle a Ares que los dioses podían morir.

Entonces le hablo de Afrodita y Ares, de sus heridas, el extraño lugar donde están curándose. Le explico cómo Afrodita saldrá hoy de esta tina, cómo es posible que ya lo haya hecho, ya que el Olimpo sigue el mismo esquema día-noche que Ilión y allí ya es también mañana.

—¿Puedes viajar al Olimpo? —susurra ella. Helena parece perdida en sus pensamientos. Su expresión ha cambiado lentamente de la sorpresa a... ¿qué?—. ¿Ir y volver de Ilión al Olimpo cada vez que te plazca? —pregunta.

Vacilo. Sé que ya he contado demasiado. ¿Y si esta Helena es solamente mi musa morfeada? Se que no lo es. No me pregunten cómo lo sé. Y al infierno si lo es.

—Sí —respondo, también susurrando ahora, aunque el personal de la casa no está despierto todavía— Puedo ir al Olimpo cuando quiero y quedarme allí sin que me vean los dioses.

A excepción del pajarillo que piensa que ya es de día, la ciudad y el palacio están extrañamente silenciosos. Hay guardias en la entrada principal, lo sé, pero no oigo el roce de sus sandalias ni el golpeteo de sus lanzas sobre la piedra. Las calles de Ilión, nunca totalmente en silencio, parecen calladas ahora. Incluso los cánticos de las mujeres en el templo de Atenea han cesado.

—¿Te dio Afrodita los medios para matar a Atenea, Hock-en-beee-rry? ¿Algún arma de los dioses?

—No.

No le hablo del Casco de la Muerte de Hades ni del medallón TC. Ninguna de esas cosas podrían matar a una diosa.

De repente la corta daga aparece de nuevo en su mano, a pulgadas de mi piel. ¿Dónde guarda esa cosa? ¿Cómo la hace aparecer así? Supongo que los dos tenemos nuestros pequeños secretos.

La daga se acerca.

—Si te mato ahora —susurra Helena—. ¿cambiará la canción de Ilión que conoces? ¿Cambiará el futuro... este futuro?

Éste no es el momento de ser sincero, Tommy, chico, me advierte la parte cuerda de mi cerebro. Pero digo la verdad de todas formas.

—No lo sé. No veo cómo. Es mi... destino... morir hoy. Supongo que no importa si es por tu mano o la de Afrodita. De todas formas, no soy un actor de este drama, sólo un observador.

Helena asiente pero sigue pareciendo distraída, como si su pregunta sobre mi muerte tuviera pocas consecuencias de todas formas. Alza la daga hasta que su punta casi toca la firme carne blanca bajo su barbilla.

—Si me quito la vida ahora mismo, ¿cambiará la canción? —pregunta.

—No sé cómo salvará a Ilión o cambiará el resultado de la guerra —respondo. Esto no es completamente cierto. Helena es una figura central de la Ilíada de Homero, y no tengo ni idea de si los griegos se quedarían a terminar la lucha o no si ella se suicida. ¿Por qué lucharían si Helena estuviera muerta? Por la gloria, el honor, el botín. Pero con Helena eliminada como premio para Agamenón y Menelao, y Aquiles todavía rumiando en su tienda, ¿habría botín suficiente para mantener a las decenas y decenas de miles de aqueos en la batalla? Llevan saqueando las tierras y ciudades costeras de Troya casi una década ya. Tal vez ya hayan tomado suficiente y estén buscando una excusa, y por eso Menelao aceptó el combate singular con París para decidirlo todo, antes de que Afrodita se llevara a Paris. De vuelta a la cama, Helena y Paris practicando el sexo en esta misma cama hace unas pocas horas. Tal vez el suicidio de Helena terminaría en efecto con la guerra.

Ella baja la daga.

—He pensado en matarme desde hace diez años, Hock-en-beee-rry. Pero tengo demasiada ansia por la vida y demasiado poco amor a la muerte, aunque merezca morir.

—No mereces morir —digo yo.

Ella sonríe.

—¿Merece morir Héctor? ¿Lo merece su bebé? ¿Y el noble Príamo, el más generoso de los padres para conmigo? ¿Se merecen morir todas esas personas a quienes oyes despertarse en la ciudad? Incluso los guerreros de Aquiles y todos los demás que ya han bajado al frío Hades... ¿se merecen morir por una mujer casquivana que eligió la pasión y la vanidad y el secuestro por encima de la fidelidad? ¿Y qué hay de los miles de mujeres troyanas que han servido bien a sus dioses y maridos, pero que serán apartadas de sus hogares y sus hijos y serán vendidas como esclavas por mi culpa? ¿Merecen ese destino, Hock-en-beee-rry, sólo porque yo escogí vivir?

—No te mereces morir —digo tozudamente. Todavía tengo su olor en mi piel, mis dedos, mi pelo.

—Muy bien —dice Helena, y desliza la daga bajo el colchón—, ¿Entonces me ayudarás a vivir y seguir libre? ¿Me ayudarás a detener esta guerra? ¿O a cambiar al menos su resultado?

—¿Qué quieres decir?

Me pongo en guardia. No tengo ningún interés en intentar ayudar a los troyanos a ganar esta batalla. Y no podría hacerlo si lo intentara. Hay demasiadas fuerzas en juego, por no mencionar a los dioses.

—Helena —digo—, hablaba en serio cuando decía que no me queda tiempo. Afrodita saldrá hoy de su tina de recuperación, y aunque pueda esconderme de los otros dioses, ella podrá encontrarme cuando quiera. Aunque no me mate en el acto por desobedecerla, no tendré libertad para actuar en el poco tiempo que me queda como escólico.

Helena aparta la sábana que me cubre. Ahora hay ya más luz y puedo verla mejor que en ningún otro momento desde que la contemplé en la bañera anoche. Se monta a horcajadas sobre mí, coloca una mano sobre mi pecho mientras baja la otra, buscando, incitando.

—Escúchame —dice, inclinándose hacia mí, ofreciéndome sus pechos—. Si vas a cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro.

Lo interpreto como una invitación y trato de penetrarla.

—No, todavía no —susurra ella—. Escúchame, Hock-en-beee-rry.

Si vas a cambiar nuestros destinos, tienes que encontrar el fulcro. Y no me refiero a lo que estás haciendo ahora.

Es difícil, pero me detengo lo suficiente para escucharla.

Hora y media más tarde la ciudad despierta y yo camino por las calles, vestido con todos mis aparejos escólicos y morfeado de lancero tracio. El sol ha salido y la ciudad cobra plenamente vida, con calles con puestos callejeros abiertos, rebaños de animales, niños que corren y guerreros que desayunan tambaleantes antes de salir a matar.

Cerca del mercado, encuentro a Nightenhelser (morfeado de guarda dárdano pero visible como Nightenhelser a través de mis lentes) desayunando en un restaurante al aire libre que ambos hemos frecuentado. Alza la cabeza y me reconoce.

No huyo ni empleo el Casco de Hades para desaparecer. Me siento con él a la mesa bajo un árbol bajo y pido pan, pescado seco y fruta para desayunar.

—Nuestra musa te estaba buscando en los barracones antes del amanecer —dice el grueso Nightenhelser—. Y de nuevo junto a las murallas esta mañana. Preguntaba por ti. Parece ansiosa por encontrarte.

—¿Te preocupa que te vean conmigo? —pregunto—. ¿Quieres que me vaya?

Nightenhelser se encoge de hombros.

—Todos los escólicos vivimos un tiempo prestado, de todas formas. ¿Qué importa? Tempus edax rerum.

Llevo tanto tiempo pensando en griego antiguo que tardo un segundo en traducir del latín. El tiempo es un devorador. Tal vez, pero quiero más. Rompo el pan caliente y fresco y como, maravillándome de su glorioso sabor y del dulce vino del desayuno. Todo parece, huele y sabe más nítido, más limpio, más nuevo y maravilloso esta mañana. Tal vez sea por la lluvia de anoche. Tal vez sea por otra cosa.

—Hueles sospechosamente a perfume esta mañana —dice Nightenhelser.

Al principio mi única respuesta es el rubor (¿puede el otro escólico oler en mí los placeres de la noche?), pero entonces me doy cuenta de a qué se refiere. Helena insistió en que me bañara con ella antes de marcharme. La vieja esclava encargada de dirigir el acarreo de agua caliente al baño era Etra, hija de Piteo, esposa del rey Egeo y madre del famoso Teseo, el gobernador de Atenas y el hombre que secuestró a Helena cuando tenía once años. Recuerdo el nombre de Etra de mis días de estudiante. El doctor Fertig, un magnífico experto en Homero, insistía en que el nombre había sido escogido al azar. «Etra, hija de Piteo» le debió sonar bien a Homero o algún poético predecesor que necesitaba un nombre para una simple esclava, decía el doctor Fertig, y que la madre del noble Teseo no podía ser en modo alguno la sirvienta de Helena en Troya. Bueno... pues se equivocaba, doctor Fertig. Hace sólo media hora, mientras retozaba en la bañera hundida de mármol con una Helena desnuda, ella mencionó que la vieja esclava Etra era, en efecto, la mamá de Teseo, que los hermanos de Helena, Cástor y Polideuces, cuando fueron rescatados del cautiverio al que los sometió Teseo, se llevaron a la anciana como castigo, y que Paris se la había llevado con ellos también a Troya.

—¿Estás pensando en algo, Hockenberry? —-preguntó Nightenhelser.

Me sonrojé otra vez. Hasta entonces había estado pensando en los suaves pechos de Helena, visibles a través de las burbujas del baño. Comí un poco de pescado y dije:

—No estuve en el campo ayer por la noche. ¿Ocurrió algo interesante?

—No mucho. Sólo el gran duelo de Héctor con Ayax. Justo el enfrentamiento que llevamos esperando desde que las naves aqueas llegaron a la orilla. Justo todo el Canto Séptimo, enterito.

—Oh, eso —dije. El Canto Séptimo era un excitante duelo entre Héctor y el gigante aqueo, pero no sucedía nada. Ningún hombre hería al otro, aunque Ayax era obviamente mejor guerrero, y cuando la noche era demasiado oscura para seguir combatiendo, Ayax y Héctor pidieron una tregua, intercambiaron regalos de armaduras y armas, y ambas partes volvieron a incinerar a sus muertos. No me había perdido nada crucial; nada por lo que renunciar a un minuto con Helena.

—Hubo algo extraño —dijo Nightenhelser.

Comí pan y esperé.

—Sabes que se supone que Héctor sale de la ciudad con su hermano, Paris, y que ambos lideran a los troyanos en la batalla. Homero dice que Paris mata a Menesteo al principio de la lucha.

¿Sí?

—Y más tarde, ¿recuerdas que el consejero del rey Príamo, Antenor, aconseja a sus camaradas troyanos que devuelvan a Helena y todos los tesoros saqueados en Argos, que los devuelvan y dejen que los aqueos se marchen en paz?

—Eso es después de que Ayax y Héctor se hagan amigos después de no matarse el uno al otro e intercambian regalos en el campo, ¿no?

—Sí.

—Bueno, ¿pues qué pasa con eso?

Nightenhelser suelta su copa.

—Bueno, es Paris quien se supone que responde a Antenor e insta a los troyanos a no entregar a Helena, pero se ofrece a entregar los regalos a cambio de la paz.

—¿Y? —digo, advirtiendo adonde quiere ir aparar. Siento de pronto que el estómago me tiembla.

—Bueno, Paris no estuvo allí anoche... ni salió con Héctor por las Puertas Esceas, ni mató a Menesteo, ni ofreció siquiera la propuesta de paz al anochecer.

Asiento y mastico.

—¿Y?

—Es una de las discrepancias más grandes que hemos visto, ¿no Hockenberry?

Tengo que encogerme otra vez de hombros.

—No lo sé. El Canto Séptimo muestra a los aqueos construyendo su muralla defensiva y la trinchera cerca de la costa, pero tú y yo sabemos que esas defensas llevan aquí desde el primer mes después de su llegada. Homero mezcla a veces la cronología.

Nightenhelser me mira.

—Tal vez. Pero la ausencia de Paris para rebatir la sugerencia de Antenor respecto a entregar a Helena fue extraña. Finalmente, el rey Príamo habló por su hijo, diciendo que estaba seguro de que Paris nunca entregaría a la mujer, pero que podría renunciar al tesoro. Pero sin Paris allí en persona, muchos troyanos presentes mostraron su acuerdo. Es lo más parecido a un tratado de paz que he visto en todos los años que llevo aquí, Hockenberry.

Siento la piel fría. Mi desliz con Helena anoche, mi larga personificación de Paris ya ha cambiado algo importante en el fluir de los acontecimientos. Si la musa hubiera conocido los detalles de la Ilíada (cosa que no sabía), habría sabido de inmediato que yo había ocupado el lugar de Paris en la cama junto a Helena.

—¿Has informado de la discrepancia a la musa? —pregunto en voz baja. Nightenhelser tendría que haber terminado su turno al anochecer. Como yo había desaparecido, era el único escólico de guardia anoche. Su deber era informar de esas rarezas.

Nightenhelser mastica lentamente los restos de su pan.

—No —dice por fin.

Dejo escapar un suspiro.

Gracias —digo.

—Será mejor que nos vayamos —dice el otro escólico. El restaurante se está llenando de troyanos y sus esposas que esperan un sitio. Mientras dejo caer unas monedas sobre la mesa, Nightenhelser me toma del brazo—. ¿Sabes lo que estas haciendo, Hockenberry?

Lo miro a los ojos. Mi voz es firme cuando respondo:

—Sinceramente, no.

Una vez en la calle, parto en dirección contraria a la de Nightenhelser. Tras entrar en un callejón vacío, me pongo la capucha del Casco de Hades y toco el medallón TC.

Es el amanecer en la cima del monte Olimpo. Los edificios blancos y los prados verdes reflejan la luz rica pero más débil que hay aquí. Siempre me he preguntado por qué el sol parece más pequeño alrededor del Olimpo que en los cielos de Ilión.

Ya había visto antes el lugar donde aparcan los carros, cerca del edificio de la musa, y por eso he venido aquí. Contengo la respiración mientras un carro baja en espiral del cielo de la mañana y aterriza a dos metros de donde estoy, pero Apolo baja y se marcha sin reparar en mí. El Casco de Hades todavía funciona.

Me subo al carro y toco la placa de bronce que hay en la parte delantera. Observé con atención a la musa cuando nos hizo sobrevolar el lago de la caldera el otro día. Una placa transparente y brillante cobra existencia unos centímetros por encima del bronce. Toco los iconos siguiendo la secuencia que vi usar a la musa.

El carro se agita, se alza, vuelve a agitarse, y se estabiliza mientras yo muevo el brillante controlador virtual de energía que hay junto a los indicadores. Lo giro a la izquierda y dejo que el carro vire a veinte metros del suelo. Toco el icono con la flecha hacia delante y el carro se abalanza hacia el frente, volando al sur por encima del lago azul. A cualquier dios que pudiera estar observando, le parecería un carro vacío que vuela solo, pero no hay ningún dios visible mirando.

Al otro lado del lago, gano altura y trato de encontrar el edificio adecuado. Allí... justo más allá del Gran Salón de los Dioses.

Una diosa (no la reconozco) grita desde las escalinatas del enorme edificio y otros dioses salen a ver qué ocurre, pero ya es demasiado tarde: he identificado el edificio que busco: gigantesco, blanco, con una puerta abierta.

Ya le estoy pillando el tranquillo a los controles del carro y bajo en picado a veinte palmos del suelo y acelero hacia el edificio. Tengo que alzar el lado izquierdo del carro casi en perpendicular con el suelo (no me caigo, hay gravedad artificial en la máquina) mientras me interno entre las gigantescas columnas a setenta u ochenta kilómetros por hora.

Dentro, el espacio es tal como recordaba: las tinas gigantescas llenas de borboteante líquido violeta, gusanos verdes pululando alrededor de los dioses inconscientes que flotan mientras son curados. El Curador (una gigantesca criatura centípeda con brazos metálicos y ojos rojos) está al otro lado de la tina de reconstrucción de Afrodita, preparado para sacarla de allí, supongo, y sus ojos rojos me miran y sus muchos brazos tiemblan mientras el carro se abalanza en el espacio tranquilo; pero no está entre mi objetivo y yo y acelero antes de que ni él ni nada pueda detenerme.

Sólo en el último segundo decido saltar y no quedarme en el carro. Debe ser el recuerdo de Helena, la noche con Helena, el placer renovado por la vida en aquellas horas con Helena.

El Casco de Hades todavía me protege. Salto del veloz carro, aterrizo de golpe, siento algo doblarse o romperse en mi hombro izquierdo y luego doy vueltas hasta detenerme mientras el carro vuela directamente hacia la tina de reconstrucción, rompiendo plástico y acero, arrojando líquido violeta a treinta metros de altura. Algo (una parte del carro o un enorme añico del cristal de la tina) rompe en dos al gigantesco Curador centípedo.

El cuerpo de Afrodita rueda por el suelo en medio de una oleada de liquido violeta y una masa hirviente de gusanos verdes moribundos. Las otras tinas (incluyendo la que contiene a Ares en su nido de gusanos) se agitan pero no se rompen ni caen.

Se disparan pitos, alarmas, sirenas que me ensordecen.

Intento levantarme, pero mi cabeza, la pierna izquierda y el hombro derecho me duelen enormemente y me desplomo. Me arrastro hasta un lado de la sala, tratando de mantenerme apartado de la baba verde. No temo lo que me puedan hacer los productos químicos, pero el contorno de mi cuerpo será visible en la riada si no puedo escapar de ella. Puntos negros bailan ante mi visión y me doy cuenta de que voy a perder el conocimiento. Dioses y flotantes máquinas robóticas corren hacia la gran sala de curación.

En los segundos que pasan antes de que pierda el conocimiento, veo al poderoso Zeus entrar, la capa oscilante, el ceño fruncido.

Lo que vaya a pasar a continuación tendrá que ser sin mí. Apoyo la frente contra el frío suelo, cierro los ojos y dejo que la negrura me trague.

El Asedio
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